Desde la más tierna infancia, desde muy niño, sentía yo una especie de repulsión mezclada de espanto, al pasar por delante del cementerio de mi pueblo.
Ni de día ni de noche hubiera yo pasado por aquella fatídica puerta, encima de la cual, empotrada con yeso, habían colocado una calavera o cráneo humano, que parecía que siempre me miraba y me sonreía.
¡Oh y cuantos sustos y corridas me hizo dar aquella burlona sonrisa!
¡Y cómo a mi creo les sucedía a todos los chicos del pueblo!
Pero pasaron algunos años, y los niños nos convertimos en jóvenes, y el temor se fue disipando y con el desarrollo corporal vino el intelectual, que nos hizo desechar ciertas consejas y preocupaciones que de niños nos creíamos a puño cerrado; y ya no había inconveniente ninguno en pasar por delante de aquel melancólico recinto, (cuando era de día), que de noche, el que más y el que menos si pasaba sólo por aquel sitio, seguía bajando la voz y dedicaba un respetuoso recuerdo a los que reposaban dentro de aquel lúgubre lugar; por si acaso.
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Era más de media noche de un domingo de carnaval y todavía la juventud alegre corría por las calles del pueblo, metiendo bulla y algaraza, como continuación de la fiesta y locura propia de aquel día.
Sin pensar quizá en ello; un grupo de los más ligeros y atolondrados, acertamos a pasar por delante de las tapias del cementerio, pero en vez de disminuir nuestros cantos y algaraza, como otras veces sucedía, fueron estos aumentando como si quisiéramos desafiar el miedo anterior y el natural respeto y temor que a todo mortal aquel lugar inspira.
Aquella tarde habíamos bebido algunas copas y estábamos valientes; por eso no pareciendo bastante nuestra osadía de cantar y reír delante de aquel lúgubre recinto, algunos golpearon la puerta y hasta hubo quien dispuesto siempre a hacer burla de lo santo y respetable y haciendo gala de su impiedad, propusiera entrar y sacar el escaño o andas de llevar los cadáveres, llevárnoslo y dejarlo delante de alguna casa, como una broma de carnaval.
Pero no faltó quien se opuso a esta idea alegando el sacrilegio que se cometería y lo que podría resultar de aquella profanación; mas como la mayoría estaba dispuesta aquella noche a hacer una hombrada sin duda; otro de la banda, quizá el mismo dicho primero; propuso el entrar dentro y clavar una vara o palo en la sepultura del tío Campurrines y colgar de ella una careta que llevábamos.
Era ese hombre (o había sido), un pobre loco que efecto del mal de pelagra que padecía hacía muchos años, había perdido la razón y llegado a un estado de idiotismo y locura mansa, que le había hecho ser siempre la diversión de los chiquillos del pueblo y de los demás comarcanos, cuando pedía limosna en ellos.
Efecto de su padecimiento; tres días antes del que voy narrando, habíase suicidado el pobre hombre colgándose de una viga del corral que le servía de refugio, después de lo que cumplidos los requisitos legales se le había dado cristiana sepultura.
Y como si no hubiese servido de burla y chacota bastante tiempo, en vida; la idea del palo en su sepultura fue acogida con grandes risas y algaraza por todos, pero no hubo ninguno que se adelantase para realizar tal hazaña voluntariamente, y se hizo cuestión de honrilla y por apuesta; prestándose a ello Capote, que se tenía por el más valiente de la cuadrilla, por lo que encaramándose sobre la tapia, saltó adentro del recinto, dispuesto a llevar a cabo la burla.
¡Y la llevó! ¡Vaya si la llevó! Todo estábamos mirando como avanzaba dando tumbos y tropezones por las grandes yerbas, secas que le obstruían el paso. Todos le vimos como llegaba a la sepultura del ahorcado, y como clavaba en ella el palo y colgaba en él la careta como se había apostado; pero también hecho esto todos le oímos dar un gran grito, y le oímos caer desplomado.
¡Y ya no oímos más! Llenos de terror y espanto, abandonamos todos aquel sitio, dejando sólo al temerario amigo, cuidándonos solamente de nosotros mismos y de poner pies en polvorosa.
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Al siguiente día, supimos que Capote había sido recogido fuera de la puerta del cementerio casi exánime, y que estaba enfermo gravemente en cama.
De su salida del recinto sagrado, ni él ni nadie supo dar razón nunca, y en cuanto a los demás de la banda, ninguno tuvo ya humor para divertirse y concluir aquellos carnavales, no faltando quien recogió además buena cosecha de granos o diviesos, y quien tuvo que guardar cama algunos días.
El palo y careta clavados en la sepultura, siguieron en ella como testimonio para que se divulgase la causa del susto nuestro y enfermedad del compañero, pues encontrados por el sepulturero al siguiente día del suceso, tuvo que arrancar el palo para desclavar la manta de Capote que estaba allí prendida con él por una punta; causa que al marcharse le dio el susto y castigo de su temeridad.
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Muchas fueron las burlas que se nos hicieron sobre este suceso, en especial a Capote después que salió de su gran enfermedad. La mayoría de los habitantes del pueblo, consideraron la cosa como un justo castigo y venganza a nuestra temeridad y mofa de la muerte y de aquel lugar de reposo, porque según muchos, también los muertos se vengan. De los compañeros, estoy segurísimo que ninguno ha tenido humor para repetir ninguna otra apuesta sobre el cementerio. En cuanto a mi, siempre que he pasado sólo por delante de aquel lúgubre lugar, lo he seguido haciendo sin ningún temor, pero siempre con respeto y consideración, y dedicando algún recuerdo a los que reposan dentro.
Como creo que debe hacerse por todos.
Octubre de 1895
Por Salvador Gisbert (1851-1912)
Unos comentarios
Cada cierto tiempo hallamos en la prensa histórica algún retazo de historia, cuentos o imágenes de la vida de los pueblos comarcanos, de la mano de este personaje nacido en Blesa, que se llamó Salvador Gisbert. Tanto en su obra pictórica, como en su labor de recopilación de historia o leyendas utilizó frecuentemente imágenes y recuerdos de su infancia.
En esta ocasión hemos traído a nuestra revista una anécdota narrada y mejorada por Gisbert. Pero ¿tenemos alguna constancia de si en la memoria colectiva se conserva esta historieta, más o menos perdida, más o menos basada en esta o en otra anécdota original, con este aleccionador final o con otro?
Por de pronto, puede que este relato estuviera basado en una anécdota
real que Gisbert vivió, pues está escrita incluyéndose
a él entre los de la pandilla protagonista, lo que no hacía
en otras leyendas noveladas también conservadas gracias a él.
Y por otro lado, si de jovencito vivió tal experiencia y vivió
en un pueblo donde el desconocimiento de la naturaleza hacía que
toda suerte de fantasías envolviese a la muerte y los muertos, bien
pudiese estar en la base de un par de sus cuadros y bastantes dibujos de
tétricos motivos, como los que hemos reproducido en este artículo.
Por si algún lector tiene curiosidad, que sepa que en la revista
“El Ateneo” se publicaron varias colaboraciones de Gisbert,
del tenor de esta, y que pueden consultarse a través de Internet
en la página web que aparece al pie de este artículo.
[Actualización de abril de 2013] Por otro lado, no son pocos los mayores de Blesa (como decía en esta entrevista de 2011 Tomás Sanz) que recordaban una deliciosa rima, de temática similar a la del cuento de Gisbert, titulada "El sastre y la zarza", de Ezequiel Solana Ramírez (1863-1931), que comentamos en la "Gaceta de Blesa" en abril de 2013.
Zaragoza, Diciembre de 2009